09/05/2025
El papa León XIV es un misionero que, desde joven, se ha dejado llevar de la mano del Señor para ir donde Él lo ha conducido: desde su casa, los Estados Unidos, a América Latina, y finalmente a la curia romana. Desde estos datos externos de su biografía, es un hombre conocedor de culturas tan diversas como la estadunidense, la latinoamericana y la europea. Pero toda biografía personal tiene un “alma interna”, que solo Dios y él conocen, y la suya parece ser la de un “discípulo misionero” (usando la definición del papa Francisco), dócil, expropiado y que se deja conducir por Aquel que le guía… “tomado de su mano”. Es bueno este camino, pues no es el análisis político ni eclesial lo que le guía, sino la docilidad a la voluntad del Señor.
En sus primeras palabras es mucho lo que nos ha dicho. Lo primero, un anuncio pascual, como si “fuera la mañana pascual”: “La Paz esté con vosotros. Este es el saludo del Resucitado, el buen pastor que ha dado la vida por el rebaño de Dios… Cristo nos precede, el mundo necesita de su luz”. Esta precedencia cristológica llena de alegría el corazón de la Iglesia, y es camino que evita la autorreferencialidad eclesial, que se acentúa con la intoxicación del pre-conclave, llena de auto-miradas internas. Nos ha invitado a poner la mirada en Aquel que es nuestra salvación, a centrar nuestra mirada en Él, el Señor.
Son muy elocuentes sus indicaciones iniciales sobre el camino de la Iglesia para hoy. Una Iglesia de brazos abiertos, peregrina, acogedora de todos, transmisora de esperanza: “Unidos, mano a mano con Dios y entre nosotros, avancemos hacia delante”. Y añade: “Queremos ser una Iglesia sinodal, una Iglesia que camina, una Iglesia que busca siempre la paz, que busca siempre la caridad, que busca estar cerca de aquellos que sufren”. Una Iglesia que no se mira a sí misma, podríamos resumir en “fraternal y misionera”. Ese unidos de la mano, juntos, en amistad, denota el carisma agustiniano.
El nombre lo dice casi todo. El apóstol Juan, en la isla de Patmos, en el domingo, en la mañana de Pascua, lloraba porque veía a su Iglesia, por una parte, perseguida y, por otra, con el peligro de perderse en la mundanización. Y, sobre todo, lloraba, porque no conseguía descifrar el momento histórico, el paso del Señor en aquella encrucijada de la historia, cómo interpretar el libro de los caminos de Dios por el mundo: “Yo no paraba de llorar, porque no podía encontrar a nadie digno de abrir el libro ni leerlo” (Cf. Ap 5,1-14). Y en la visión, uno de los ancianos le revela que Jesús, muerto y resucitado, ha abierto el libro de los siete sellos, que la historia está en sus manos. ¿Y cómo llama este anciano a Jesús? ¿Qué título le da? “No llores, pues ha triunfado el León de Judá, el Retoño de David. Él podrá abrir el libro y sus siete sellos” (Ap 5,5). ¡El León de Judá!
El último papa llamado por este nombre, León XIII (1878-1903), se encontró con un cambio de época muy fuerte. Nacía la industrialización y el mercado se abría con fuerza en medio de los sistemas bancarios que se iban organizando. No se sabía qué era más fuerte, si el capital o el trabajo, si la ganancia mercantil o la dignidad de los pueblos. Era un mundo nuevo que emergía, en medio de tensiones y preludio de guerras. Era necesario aclarar las “cosas nuevas” (Rerum novarum), que surgían, para dar una respuesta como discípulos de Jesús al momento histórico de entonces. Hoy, el sucesor de Pedro, en las circunstancias actuales, en un momento histórico, de esperanzas y oportunidades para nuestro mundo, pero también de incertidumbres, elige el nombre de León.
Desde el balcón de la Basílica de San Pedro, León XIV, ha dado unas pinceladas ante las “cosas nuevas (Rerum novarum), del momento actual: “Esta es la paz de Cristo resucitado, una paz desarmada y desarmante, humilde, y perseverante, que proviene de Dios, Dios que nos ama a todos de manera incondicional”. Y añade palabras de esperanza para el caminar de la Iglesia en medio del mundo: “Los hermanos cardenales que me han elegido para ser sucesor de Pedro y caminar juntos con vosotros como Iglesia unida, buscando siempre la paz, la justicia…”. Y señala unas palabras claves para la presencia de la Iglesia en esta hora: “Debemos buscar juntos cómo ser una Iglesia misionera, una Iglesia que construya puentes y diálogo, siempre abierta a recibir -como esta plaza – con los brazos abiertos, a todos, a todos aquellos que tienen necesidad de nuestra caridad, de nuestra presencia, de diálogo y amor”. Puentes, diálogo, brazos abiertos, a todos…
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Oramos por León XIV. Es un regalo del Señor a su Iglesia, en las “rerum novarum” de hoy.
Tomás Durán Sánchez, vicario general de la Diócesis de Salamanca