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09/05/2025

“Laus Deo”: 50 años de ministerio contado desde la gratitud

Antonio Matilla cumple este año 50 años de ministerio sacerdotal. En la fiesta de San Juan de Ávila, patrón del clero secular, fecha en la que tradicionalmente se homenajea a los presbíteros que celebran sus bodas de oro y plata, comparte esta artículo en el que recorre su vocación, su experiencia pastoral y educativa, así como las personas que han marcado su camino

 

Se me cumplirán, Dios mediante, el próximo día 30 de octubre, pues ese día fui ordenado presbítero en la parroquia del Dulce Nombre de María, por nuestro obispo D. Mauro Rubio Repullés, que santa gloria haya. Pero el próximo sábado (10 de mayo), como todos los años, en el día de San Juan de Ávila, celebraremos las Bodas de Oro y Plata de los presbíteros diocesanos.

Este año toca celebración atípica, pues ninguno de los que celebramos las Bodas de Oro sacerdotales hemos pasado, en sentido estricto, por el Seminario diocesano. No es ninguna medalla, es lo que hay, o mejor dicho, lo que hubo. Y así, el obispo ya emérito Julio Parrilla se formó en los salesianos y en Adsis, José María Miñambres y yo mismo, en el Colegio Mayor Seminario de El Salvador, y José Ramón Campos (Moncho) en los claretianos. Cada uno de nosotros tiene su propia historia vocacional que, en mi caso, pasa por mis santos padres María Cruz y Antonio Jesús, por el Colegio Calasanz, donde se nos proponía la fe y el estilo cristiano de vivir, pero no se nos imponía, por la parroquia del Nombre de María, el Grupo scout Calasanz, el Aspirantado de Acción Católica, cuyos locales estaban en la casa parroquial vieja del Nombre de María y era llevado por magníficos monitores, enviados todos por el Colegio Seminario de El Salvador para hacer prácticas pastorales: Ricardo Rico Basoa, José María –no recuerdo el apellido- y para mí fue especialmente importante Francisco Bartolomé González, que antes de entrar al Seminario de El Salvador, había sido Comisario o Comisionado de Scouts de España –entonces Exploradores de España- en Zamora.

Hubo otras dos personas que influyeron mucho en mí cuando, durante el año de PREU, me invitaban, creo que era los viernes, a la Librería PPC, en Plaza de las Agustinas, a estudiar las lecturas del domingo siguiente y preparar un poco la homilía y la celebración dominical que, bellamente adornada con las canciones de Lucien Deiss, celebrábamos en la capilla cedida por las Misioneras del IMS, en la que se basaba la parroquia, y que estaba situada al principio de la calle Colombia. Esas dos personas, dos sacerdotes navarros, uno veterano y otro explosivamente joven, Casiano Floristán y Jesús Burgaleta. Allí vivimos a tope, desde dentro, la Liturgia restaurada y renovada en el Concilio Vaticano II.

Desde dos años antes de ir al Seminario puse en marcha una costumbre que me duró mientras mi párroco, Don Heliodoro Morales y sobre todo mi obispo, Don Mauro, vivieron en este mundo: mantener con ellos una relación de confianza frecuente. Costumbre que intento conservar si los obispos sucesivos se dejan.

Casiano Floristán fue quien me animó a ir al Colegio Seminario “García Morente”, en Madrid, donde estuve dos años, hasta que D. Mauro me dijo, más o menos: mira, te conozco a ti y conozco el Seminario de Madrid y sé que allí te vas a quemar, así que el próximo curso te vienes al Salvador. Así empezó un rosario de actos de obediencia que muchas veces iban en contra de mis deseos o proyectos. La categoría de los profesores que tuve en el Salvador y en la Pontificia hicieron aflorar en mí una vocación complementaria de la sacerdotal, pero que yo no había previsto: el estudio de la Filosofía. Mucho influyeron en ello profesores como Mariano Álvarez, recién llegado de Alemania, Augusto Andrés Ortega, José Mª García Gómez-Heras, el historiador Pintor Ramos, el P. Muñoz y el P. Saturnino Álvarez Turienzo, de quien alguien predijo, equivocadamente, que yo sería su ayudante.

Eran malos tiempos para el estudio, pues había un agujero pastoral importante que cubrir, la parroquia de Sotoserrano y adyacentes, donde acababa de fallecer de un maldito cáncer, a los 38 años de edad, el buen sacerdote Antonio Rodríguez. El conocimiento de esa circunstancia me ayudó a adivinar mi primer destino en la Sierra, donde llegué el 19 de Noviembre y donde nos estrenamos, mi gran compañero y amigo José Manuel Romo (no Antonio Romo, sino su primo) con los funerales de Franco. ¿Cómo afrontarlos?: “¿han visto este funeral? pues de ahora en adelante todos serán funerales de Jefe de Estado”. Eran tiempos rebeldes predemocráticos. Como mi prioridad, tanto según el Derecho Canónico como por mi propia voluntad y deseo, era aprender a ejercer de párroco rural apoyándome en José Manuel Romo, que además de tener mucho sentido común y bonhomía, “era más de campo que las amapolas”; mucho de él se me pegó y tuve que dejar aparcado mi alocado deseo de ser profesor de Instituto o incluso en la Universidad, si era posible. Sin abandonar las parroquias, empujado por Nicolás Arias, maestro a la sazón de Cepeda y luego alcalde, hice Oposiciones de Magisterio y saqué una plaza provisional como profesor de EGB especialista en Lengua, Francés y Religión en la Segunda Etapa de EGB en la Concentración Escolar de Miranda del Castañar, de modo que creo que compatibilicé bastante bien el ser párroco y ejercer la pedagogía práctica, no solo en la Catequesis y en la Pastoral de Juventud, sino también en la Escuela Pública, que era otra de mis vocaciones complementarias.

Llegados a este punto Dios aprieta pero no ahoga y Él me mostró el camino a seguir mediante dos circunstancias, una diocesana y otra familiar. La diocesana fue la enemiga que nuestra diócesis adquirió contra la Universidad y sus títulos, que se veían como un pecado flagrante contra la virtud evangélica de la pobreza. La segunda circunstancia, más importante que la diocesana, fue familiar: en 1979 mi padre enfermó gravemente de un cáncer probablemente primo hermano del mío, pero que entonces no tenía tratamiento, y acabó falleciendo el 30 de mayo de 1980. Siendo como soy el hermano mayor de cinco y habiendo resultado todos mis hermanos buenos estudiantes, ante la muerte de mi padre no me quedó otra que no pedir la excedencia como maestro sino mantenerme ejerciendo mientras fuera necesario ayudar a mi madre y a mis hermanos para que pudieran terminar sin agobio sus estudios.

Nuestra historia personal nos configura de modo que Dios suele abrir ventanas cuando se cierran puertas. Y así, D. Mauro, que nunca rechazó mi trabajo como maestro, lo aprovechó para enviarme al Seminario Menor como administrador y educador, basándose en los tres años largos de experiencia de dirección pedagógica y gestión económica de internados (Escuelas Hogar) del Estado y, posteriormente, de la Junta de Castilla y León. Mientras tanto, el gusanillo pedagógico y educativo, lo alimentaba con las clases de Religión en varios y distintos Institutos, hasta que tuve que aferrarme a una reducción de jornada para poder impartir Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias, primero en el Estudio Teológico Gaudium et Spes de los Escolapios y, posteriormente, en San Esteban de los PP. Dominicos. Varios sacerdotes actualmente ejercientes, seculares y regulares, pueden dar fe de ello. Y en los últimos años, impartiendo la asignatura de Religión para universitarios durante varios años en la Escuela de Magisterio y un año en Periodismo. Durante esos años intenté hacer el doctorado en Filosofía, pero lo único que conseguí fue el Premio Extraordinario en el Trabajo de Fin de Grado, que versaba sobre el origen de la conciencia humana, intelectual, filosófica y espiritual de D. Miguel de Unamuno en sus cinco primeros Cuadernos de notas de bolsillo, que se conservan en su Casa Museo y allí los consulté.

Las dos circunstancias narradas –diocesana y familiar- han tenido también un efecto favorable: me han impedido llegar a mi máximo nivel de incompetencia. Laus Deo.

En los últimos 25 años he intentado ejercer como párroco en la capital de la Armuña, en la cuna de Lazarillo de Tormes y en el centro central de la ciudad. Y yo que soy un niño de pueblo zamorano y un adolescente del barrio del Rollo, acostumbrado a pisar tierra y yerba y a subir montañas con los scouts, ahora me toca pisar piedra y más piedra, que no es plan de patear los pocos espacios verdes de estos barrios centrales (ya ni la Plaza).

Don Raúl Izquierdo me insta a que me vaya a la Residencia sacerdotal, pero de momento debo vivir en la casa parroquial de San Martín, a pesar de tanta piedra. No lo descarto. Es mejor ir a una residencia cuando uno puede subir y bajar a pie las escaleras y seguir paseando por La Vuelta pedestre a las puentes y cuando las neuronas todavía funcionan. También debo tener en cuenta las pequeñas limitaciones consecuencia del cáncer hematológico que tengo en Remisión Completa, y que me estoy quedando gordo como una tapia. En resumen, lo tengo pensado pero todavía no decidido. On vera.

Para terminar: hace menos de cincuenta años una mujer de San Martín del Castañar, creyente y llena de sentido común, me dio un consejo que procuro seguir a rajatabla: “No sea Vd. avaricioso pidiendo, pida de año en año”. Pues eso, que espero que nos veamos el día de San Juan de Ávila del 2026. Y parafraseando a nuestro papa Francisco: Orad por mí y yo rezo por vosotros.

 

Antonio Matilla, párroco de la Unidad Pastoral Centro Histórico

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