16/07/2023
TOMÁS GONZÁLEZ BLÁZQUEZ
Cuando nuestros campos ya dorados atraviesan esa pascua anual de la cosecha, la Palabra encarnada, que nunca vuelve vacía al Padre, como nos dice el profeta Isaías, se sienta otra vez junto al lago para hablarnos en parábolas.
Jesús sale y nos muestra a un sembrador que también sale. Es una salida no a ver qué pasa, sino a sembrar las semillas del Reino de Dios, la verdad del Evangelio. Cualquier persona, circunstancia o pueblo puede llegar a beneficiarse de esa siembra.
Claro que habrá pájaros merodeando que se llevarán la semilla, pero también
podemos aprender a espantarlos, o al menos proponernos firmemente luchar para defenderla. Tendremos, por supuesto, terreno pedregoso, pero habremos de trabajar con paciencia y constancia para prepararlo. Tampoco es cuestión de conformarnos con el crecimiento desbordado de las zarzas que todo lo ahogan.
Sin embargo, nuestra capacidad de sembradores no puede con todo eso. El mayor tesoro, y el único, es la semilla que se nos ha confiado. Dios es el que puede hacer tierra buena al borde de cualquier camino, entre piedras o en medio de un zarzal.
Lo que nos pide es que salgamos a la misión de anunciarlo, que salgamos a sembrar su Evangelio con toda la esperanza puesta en Él pese a nuestras innumerables limitaciones.
La Madre nos acompaña en esta salida y es la nube del Carmelo que regala esa lluvia celeste que empapa y fecunda la tierra. Sembradora fiel, al acercarnos su escapulario quiere que nos revistamos de Cristo con el vestido nupcial del bautismo, y que en la Tierra no dejemos de salir a sembrar mientras caminamos hacia la Patria del Cielo.