19/03/2019
En una gran parroquia de cuyo nombre no quiero acordarme, un viernes de Cuaresma, tiempo de conversión y reconciliación, en un arranque colectivo de humildad y valentía, todos se reunieron en capítulo de faltas, para confesar en voz alta algunos de sus pecados externos y con deseo sincero de fortalecer la comunión fraterna.
Empezaron muchos fieles pidiendo perdón por su cabezonería, por no haber hecho caso al párroco, que les había rogado mil veces que se acercaran a los primeros bancos y se juntaran, para formar una asamblea compacta, parecida a una familia, en vez de estar desperdigados por la iglesia, cada uno en su particular “zona de confort”.
Algunos reconocieron haber ido por libre en las posturas litúrgicas, que deben ser signo de unidad. Por el contrario, se levantaban tarde al “Aleluya” y al “Orad, hermanos”; se sentaban cuando intuían que el sacerdote acababa el evangelio y antes de responder: “Gloria a ti, Señor Jesús”; no se arrodillaban como los demás, aunque nada se lo impedía, etc.
Casi todos los lectores se disculparon por no haber preparado la lectura en casa y por leer demasiado deprisa, de modo que la gente nunca era capaz de asimilar lo que oían. “Ni siquiera yo mismo me estaba enterando de lo que leía, pero les veía tan atentos…”, se lamentaba uno. Otro de ellos también pidió perdón por haberse escapado del ambón nada más decir: “Palabra de Dios”, sin esperar educadamente la respuesta de la asamblea: “Te alabamos, Señor”. El lector de la oración de los fieles se acusó de “huir” hacia su banco nada más decir la última de las intenciones, sin pararse a escuchar con atención la oración conclusiva del sacerdote y distrayendo a todos, que le miraban mientras bajaba las escaleras.
Un sacerdote pidió perdón por no mirar nunca directamente a la cara a los fieles cuando se dirigía a ellos en las moniciones y diálogos. Todavía peor: en el diálogo “El Señor esté con vosotros… Levantemos el corazón… Demos gracias…” se ponía a buscar el prefacio, pasando páginas sin parar y sin hacer ningún caso a los fieles con los que se suponía que estaba dialogando.
Otro sacerdote reconoció no haber leído nunca la “Ordenación General del Misal Romano”, que es como el manual básico de instrucciones para celebrar la misa (los fieles se quedaron atónitos al oír esto). Se conformaba con lo que, de niño, había visto hacer a su párroco. ¡Y este a su vez había hecho lo mismo con su párroco!
El tercero, muy arrepentido, confesó haber metido morcillas en la plegaria eucarística, e incluso haberse inventado alguna oración. “No sabía que la cosa fuera tan grave ni que dañara la unidad de la Iglesia”, dijo sollozando. Los mismos fieles le consolaban: “La misericordia de Dios es grande. Anda, vete y no peques más”.
Los cantores, con su director a la cabeza, pidieron perdón por no haber ensayado nunca un poquito antes de la misa con la asamblea, a la que trataban como un cero a la izquierda, como espectadores. Cantaban bien y con entrega, pero por timidez o falta de costumbre, el caso es que ignoraban a los demás fieles.
El último fue el liturgista, que pidió perdón por haber permanecido demasiados años callado, fuera por prudencia o por miedo o por respetos humanos, sin compartir con los demás lo que sabía, poco o mucho. También por decir las cosas sin gracia y por poner cara de vinagre, sobre todo cuando le ponían de maestro de ceremonias.
Y desde aquel día en la parroquia fueron felices y comieron perdices.