ACTUALIDAD DIOCESANA

22/04/2020

“Con el covid-19, mi gran apoyo y fortaleza ha sido mi fe”

Fray Eduardo Agosta, carmelita calzado, nos envía su testimonio para la sección “#venceralcoronavirus”, desde el Convento de San Andrés en Salamanca, donde vive en aislamiento junto a otros 15 hermanos.

 

Covid-19: “He pasado la prueba”

 

Hola, soy Eduardo y tuve que sufrir esta enfermedad del bicho, del coronavirus 2019 o simplemente Covid-19 (“Coronavirus desease 2019”, en inglés); aunque su nombre técnico es menos amigable para recordar: SARS-CoV-2, según el Comité Internacional de Taxonomía de Virus.

Mi convalecencia se clasificó técnicamente como de “síntomas leves” porque simplemente no necesité ingresar en el hospital para recibir ayuda de oxígeno, ya sea utilizando una máscara o un tubo conectado a un respirador.

Sin embargo, los síntomas que tuve estuvieron lejos de ser leves, en términos de dolor corporal y riesgo. No fue una “gripecita”, como algunos se han atrevido a decir. De hecho, jamás había tenido dolores tan intensos. Hubo un cierto punto durante esta enfermedad en el que comencé a pensar en lo frágil e indefenso que yo era como ser humano ante este diminuto enemigo.

Vivo en Salamanca, España, corazón del brote después de Italia en Europa. Hasta la fecha, según el Ministerio de Sanidad (datos recuperados de este sitio, el 20 de abril de 2020), Salamanca presentó 2.437 casos de infección probados en el hospital. Para aquellos como yo, unos 8.401 casos positivos, tuvieron que quedarse en casa en cuarentena sin ser revisados. Hasta la fecha, también hemos sufrido la pérdida de 273 vidas debido al coronavirus.

Los síntomas

A diario Fr. Eduardo medía su temperatura corporal.

Mi periplo viral comenzó el 24 de marzo, con un sensible aumento en la temperatura corporal, 37,5ºC, sin desarrollar fiebre, y fuertes dolores de cabeza. Durante ese primer día, el dolor empeoró y se extendió a todo mi cuerpo. Al anochecer, ya tenía fiebre, 38,1ºC, y los valores térmicos siempre oscilaron entre esos dos valores. Esta fluctuación en la temperatura corporal continuó hasta el 5 de abril, cuando la enfermedad remitió completamente.

El primer día, llamé a la línea telefónica de ayuda que la Junta de Castilla y León puso a disposición del público para casos de coronavirus. Inmediatamente respondieron mi llamada, me escucharon, tomaron nota de mis síntomas y me dijeron que me llamarían al día siguiente, lo cual hicieron.

La noche siguiente, el segundo día de mi enfermedad, me llamaron y me preguntaron sobre mis síntomas, que se habían vuelto más graves. En ese momento, sentía un dolor intenso detrás de mi cuello, junto con la fiebre y el dolor de cabeza. Me anotaron como un “sospechoso” de COVID-19 y me ordenaron mantener a raya mi fiebre con paracetamol, algo que ya estaba usando, permanecer encerrado en mi habitación las 24 horas del día sin salir, y extremar las medidas de desinfección de todo lo que tocara.

Sus hermanos de la comunidad le preparaban con mucho mimo su comida diaria.

Permanecer en cuarentena en mi habitación fue algo que pude hacer dado que vivo en comunidad, en una residencia con otros quince hermanos carmelitas, y algunos de ellos se dispusieron a cuidar a los enfermos que, en casa, al momento, éramos tres; y al resto que, por prevención de contagio, se recluyeron en la habitación. Ellos me cuidaron trayéndome las comidas del día, medicina y ropa limpia, siempre cuidando al máximo la distancia de prevención y usando “barbijos “y guantes. Esto me llevó a valorar, y a simplemente mirar, de una manera nueva, el valor de la vida fraterna. Y digo simplemente mirar, sin otra pretensión que mirar; porque tuve que aprender a dejarme ser atendido. Era lo único que podía hacer, y no más, pues las fuerzas no estaban.

Los miembros de la Junta de Castilla y León me dijeron que iban a pasar mi caso al centro de salud en mi área, para que mi médico de familia, la Dra. A., se hiciera cargo. Me dijeron que en 48 horas se pondría en contacto conmigo. Fue entonces cuando me dieron la rotunda advertencia: “Por favor, si los síntomas empeoran y usted tiene dificultades para respirar, llámenos de inmediato”. La Dra. A. repetiría las mismas palabras todos los días después de su primer contacto.

Al tercer día, se agregó otro síntoma, que en ese momento era extraño. Perdí el sentido del olfato y el gusto, que se ausentaron desde ese día hasta el final de mi enfermedad. También tuve desmayos, debilidad general, dolores corporales severos y una fiebre constante. Algo que no apareció en mi caso fue la tos seca (que siempre pensé que sería un síntoma clave). Tampoco tenía dolor de garganta o resfriado.

El cuarto día, ya bajo la custodia telefónica de la Dra. A., comencé una dieta blanda e hidratante, ya que otro síntoma apareció decisivo: diarrea junto con náuseas y, a veces, vómitos, que duró varios días.

A partir de ese momento, el viaje se convirtió en una experiencia terrible: fiebre, dolor intenso de cabeza y detrás del cuello, debilidad, diarrea, náuseas y falta de olfato y gusto. Solo podía levantarme de la cama para ir al baño y comer, algo tan simple, pero a lo que no tenía fuerzas para hacer. Las noches fueron un sufrimiento interminable. El sudor era a baldes, lo que me obligaba a levantarme tres o cuatro veces solo para cambiarme la camiseta y extender mis sábanas para que se secaran.

La noche

Pequeño altar de Fr. Eduardo en su habitación. Foto tomada durante la noche de Resurrección.

Recuerdo particularmente la noche de mi séptimo día. Todo empeoró en términos de intensidad de síntomas. Más fiebre, más agotamiento, y el dolor detrás de la nuca se había trasladado a toda mi espalda, recorriendo los costados de mi espina dorsal, desde mis omóplatos hasta la altura de las lumbares, como si me estuvieran exprimiendo por dentro. Nunca había tenido dolores tan intensos, causados por un proceso viral de alguna índole. Empecé a pensar que nunca me recuperaría de esto. Confieso que muchas veces, a la mitad de mis interminables noches, intenté confiar mi desagradable enfermedad en las manos del Padre, aceptando que “las cosas han de ser así”, y que “por algo será, que me toca pasarlas a mí”.

A la mañana siguiente, en el octavo día, un dolor se apoderó de mi pecho, y cada vez que intentaba comer algo, aparecía un fuerte dolor a la altura del diafragma y la boca del estómago, que me impedían tragar bocado. La Dra. A. me indicó que estos nuevos síntomas eran compatibles con neumonía.

Gradualmente, la respiración se hizo más difícil debido al dolor torácico y de estómago, náuseas, debilidad general, falta de apetito, de sabor y de olfato, fiebre y dolores en la espalda. La Dra. A. me recetó medicamentos para ayudarme a eliminar la mucosidad que se estaba formando y acumulando en mis pulmones, lo que me dificultaba la respiración, especialmente por las noches.

El último día 

Poco a poco, el dolor en el pecho fue cediendo, la respiración se relajó y, en los últimos dos días de la enfermedad, la fiebre se esfumó, los dolores desaparecieron, y el gusto y olfato volvieron, trayendo consigo toda su textura y consistencia a mis comidas. El día parecía volver a estar lleno de luz. La última anécdota de este viaje, después de que la enfermedad remitiera tan rápido como llegó, fue haber perdido cinco kilogramos de peso corporal, quedando muy por debajo del peso recomendado para mi edad, altura y constitución física.

Cabe tener en cuenta que este itinerario es personal. La enfermedad es inédita, con síntomas variopintos, y para cada persona la experiencia global es única. Estoy convencido que, quienes ya hayan padecido los “síntomas leves” del coronavirus, podrán en parte identificar sin dificultad sus experiencias en el relato.

Quiero destacar la diligencia y la estrecha orientación de la Dra. A. del Centro de Salud, quien en este camino de enfermedad fue un apoyo clave para mí, sobretodo cuando estaba desesperado. En todo este tiempo, su atención fue vital y sus palabras, siempre correctas. Nunca dejó de hacer sus llamadas matutinas, y solo me dejó definitivamente ocho días después de que mis síntomas desaparecieran. Al despedirme, me felicitó por lo bien que lo había hecho, y porque ahora estaba, sobre todo, ¡inmunizado! Pues bien, ya lo veremos… Lo que sí tengo claro, que cuando pase todo esto, me aceraré al centro de salud para darle un fuerte abrazo agradecido.

¿Qué he aprendido en este tiempo?

He confirmado, una vez más y en carne propia, la fragilidad de nuestra condición humana, la vulnerabilidad de nuestras fuerzas que a veces pensamos infinitas.

En este tiempo, la tecnología de comunicación por videollamadas ha sido mi aliada para contactar no sólo a los especialistas, sino entre nosotros, mis seres queridos y los amigos entrañables, que con su afecto, cercanía y oración me han sostenido a la distancia. Ellos me arroparon con palabras de aliento, canciones, flores multicolores y videos divertidos.

Ponderé vivencialmente la importancia que hay en tener quien te cuide durante el curso de la enfermedad. Pues si estás solo, quizás te abata. Todo lo cotidiano, simple y ordinario, se convierte en un “hacer cumbre en el Aconcagua”. Tal vez convenga advertir que es conveniente estarse preparados, tener contactos avisados, y buscar ayuda, o preparar a la familia o a los amigos. No dejarse estar, porque cuando llega es tan de repente, que ya no hay tiempo.

“La fe ha sido mi gran apoyo y fortaleza”

Me ha embargado un sentimiento de profundo agradecimiento. Estoy felizmente emocionado. Pienso en lo afortunado y bendecido que he sido. Tengo otra oportunidad.

A lo largo de esta experiencia aprendí, como nunca en mi vida, que mi gran apoyo y fortaleza ha sido mi fe, a menudo balbuceada en una oración quebrada, porque como San Juan de la Cruz me enseñó alguna vez, “Dios siempre está”, “aunque es de noche”, mi noche.

 

«El Resucitado no es otro que el Crucificado. Lleva en su cuerpo glorioso las llagas indelebles, heridas que se convierten en lumbreras de esperanza. A Él dirigimos nuestra mirada para que sane las heridas de la humanidad desolada.»

Papa Francisco, Pascua del 2020.

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