01/01/2021
El día 1 de enero, coincidiendo con el Año Nuevo, se cumple la octava de la Natividad del Señor, esos ocho días en los que celebramos solemnemente la encarnación y manifestación del Hijo de Dios: la Navidad. Todos y cada uno de esos ocho días son un hoy en el que nace Jesús, cada uno es “el día santo en que la Virgen María dio a luz al Salvador del mundo” y por eso hemos cantado diariamente los dos grandes himnos de alabanza y acción de gracias que hay en la liturgia: el Gloria en la eucaristía y el Te Deum en la oración de la Iglesia, que es la liturgia de las horas.
El último día de la octava, la atención se centra en la Virgen Santa María, aquella que dio a luz a Jesús, el Autor de la vida, el Salvador del mundo, y se recuerda el papel primordial que ella tuvo en el acontecimiento que celebramos, y que la hace digna del título de Theotokos, “Madre de Dios”, como definió el Concilio de Éfeso el año 431.
Así se explica que esta sea la celebración litúrgica más antigua en honor de la Virgen María en la iglesia romana, pues su inclusión en el calendario se remonta al siglo VI. La fiesta, que exalta la dignidad de María como Madre de Dios, se sitúa lógicamente en las fechas más adecuadas: el tiempo de Navidad.
De hecho, en la misa el prefacio –la acción de gracias antes de aclamar con el Santo– armoniza perfectamente el protagonismo de la Virgen con el misterio de la Navidad, al decir “ella concibió a tu único Hijo por obra del Espíritu Santo, y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro”. Por eso no es necesario, como en los demás días de la octava, tomar un prefacio “de Navidad”.
El evangelio, salvo los versículos inicial y final, es el mismo que se proclama el día de Navidad en la primera misa de la mañana, la “misa de la aurora”: el de la aparición a los pastores. Pero, como siempre que se proclama una misma lectura con diversos textos, estos condicionan la manera de interpretar aquella. En el caso de la misa del 1 de enero, en el evangelio no importa tanto el anuncio del nacimiento de Jesús, recibido por los pastores, sino lo que sigue después: 1) la imposición del nombre a Jesús y su circuncisión, por la cual es introducido en el pueblo elegido, y 2) la consecuencia lógica del nacimiento: que, al haber “nacido de mujer” (Gál 4, 4) el Hijo de Dios, para poder ser verdaderamente humano, ella, la madre, es también verdadera madre de Dios.
A todo lo que hemos dicho de esta solemnidad se unen dos cosas más: 1) la bendición final solemne, que es propia para este día, con motivo del inicio del año civil, y a la que alude la primera lectura, y 2) la coincidencia con la Jornada Mundial de la Paz, instituida por Pablo VI, este año con el lema “La cultura del cuidado como camino de paz”; conviene aludir a ella en la monición de entrada y en la homilía e implorar la paz para toda la humanidad con una petición en la oración de los fieles.