01/05/2020
Me piden que comparta con vosotros lo que para mí está suponiendo esta sencilla tarea de acompañamiento en uno de los cementerios de nuestra ciudad. Dos palabras expresan muy bien lo que esta experiencia, tan densa existencialmente, está significando para mí: Betania y Galilea.
Betania es el pueblo donde viven Marta, María y Lázaro. Una familia muy querida por Jesús que se ve golpeada por la muerte de Lázaro. En Betania contemplamos a un Jesús que muestra una doble actitud: primero llorar, luego mantener la calma. Estos días en el cementerio me están ayudando a acompañar mejor en este tipo de contextos. La muerte requiere no sólo de mantener la calma, sino también es necesario llorar.
Llorar por quienes ya han muerto por este virus. Llorar por la muerte que quiere apoderarse de nosotros. Y llorar por la emoción que despierta ver a quienes aman a los demás. Acompañar y llorar en silencio, sin palabras, con los familiares que lloran la marcha de aquellos a los que amaban. Como Jesús al enterarse de la muerte de Lázaro, su amigo (Jn 11, 35).
¿Cómo se hace para mantener la calma? Hay un secreto: Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios (Jn 11, 4), dice Jesús cuando es informado de la enfermedad de su amigo. Mantener la calma haciéndose cargo del dolor de los que lloran desde la confianza de que todo lo que sucede y como sucede es para Su gloria. Mantener la calma siendo abrazo y caricia a tanto sufrimiento, desde la esperanza de que la muerte ya no es la última palabra de la existencia humana y es tampoco la última palabra del tiempo, pues con Cristo muerto y resucitado se ha roto el círculo de la muerte.
“No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28, 10) ¿Puede ser el cementerio, un lugar de muerte, una de esas galileas adonde somos enviados para encontrarnos con el mismo Señor Resucitado? Desde que comencé este servicio, el lunes santo, hasta hoy puedo decir que SÍ.
Las mañanas de los lunes en el cementerio de San Carlos están siendo para mí una preciosa experiencia pascual, que está dejando en mí una huella imborrable. Las raíces más íntimas de mi vida y de mi ministerio sacerdotal están siendo abrazadas fuertemente por el Dios de Jesús, el Dios de la Vida. Las horas que paso en esta “galilea”, que está siendo para mí el cementerio, son un verdadero encuentro con el Resucitado. Del mismo modo, que la luz pascual en los discípulos no alteró en nada los hechos y los gestos de Jesús; aunque sí reveló su sentido interior, pues les hizo ver adonde conducían las opciones de su Maestro. De este modo el encuentro que se me brinda cada lunes me está ayudando a profundizar las raíces de mi fe en Cristo y a descubrir el verdadero rostro del Dios vivo. Un Dios cercano, que se da sin reservas en el don libre de su Hijo, que se compromete en la muerte de su Hijo y en la muerte de cada uno de sus hijos. Un Dios que participa en nuestro dolor para vencerlo.
Resumiendo, poder pronunciar, cada lunes, el nombre de aquellos que mueren, recordando su historia, agradeciendo su vida, llorando su marcha y esperando confiadamente el abrazo del Padre Bueno para ellos, está siendo para mí un tiempo de gracia, donde la verdad más profunda de mi fe, transida de fragilidad, se está viendo fortalecida de manera inaudita.