ACTUALIDAD DIOCESANA

04/06/2020

¿Es necesaria y conveniente, ahora, una nueva Ley de Educación?

Esta y otras cuestiones son las que se plantea el sacerdote diocesano, Antonio Matilla, en su columna de opinión de esta semana en el diario digital salamancartvaldia.es, en el que aboga por alcanzar un Pacto de Estado para la Educación

 

La ministra de Educación y Formación Profesional, Dª María Isabel Celaá Diéguez, en un aparente gesto de normalidad democrática en tiempo de pandemia, parece que está activando el curso legal para la aprobación de su nueva Ley de Educación. Ahí puede estar su error, pues no estamos en situación de “normalidad” y, además, nos estamos encaminando hacia lo que el Gobierno llama una “nueva normalidad”. No necesitamos una ley normal, una de las muchas que insisten en los valores llamados progresistas, sino una ley que se adapte y colabore con la nueva normalidad.

Como es una ley ideológicamente antigua –casi cuarenta años- plantea cosas antiguas: ir cerrando los Colegios de Educación Especial, ahogándolos, asfixiar también a los Colegios Concertados, impidiendo -mejor dificultando- a los padres ejercer la libertad, y quitarle relevancia académica a la asignatura de Religión, como si la Religión y las religiones no fueran fenómenos dignos de estudio, fenómenos que están ahí, en las conciencias, en el Patrimonio Cultural y Artístico que, en nuestro caso, la fe cristiana, la hebrea y la musulmana han producido convirtiendo la fe en cultura a lo largo de los últimos veinte o trece siglos y enriqueciendo así, enormemente, nuestro patrimonio clásico, antiguo, vaya. También forma parte de nuestro Patrimonio, en este caso social, toda la tarea caritativa llevada a cabo por las Iglesias, mezquitas y Confesiones religiosas en general. Cáritas Salamanca, por ejemplo, ha triplicado las ayudas de emergencia durante estas semanas de pandemia. Y es que la fe religiosa tiene tendencia a encarnarse, a hacerse cultural, visible y social.

Está empezando a darse en todo Occidente un debate interesante: la pandemia de la Covid-19 (es “la” Covid-19 y no “el” Covid, porque enfermedad y pandemia son palabras de género femenino, pero eso seguro que son manías de ex profe de Lengua en Primaria y si el Presidente del Gobierno dice el Covid, no por eso voy a dejar de entenderle) ha hecho necesario que los Estados se robustecieran, suprimiendo temporalmente derechos fundamentales e intentando incluso controlar nuestra vida privada por nuestro propio bien, para frenar mejor la enfermedad e impedir su expansión incontrolada. Es la famosa discusión entre seguridad y libertad. Seguridad y libertad son bienes morales de alta importancia, pero debemos ser cuidadosos para que la seguridad no deteriore nuestra democracia. Y debemos ser responsables para que nuestra libertad no degenere en anarquía e individualismo extremos, que, dada la pandemia que nos asola, serían altamente perjudiciales para nuestra salud, nuestra seguridad y para nuestra propia vida.

Tarea de todos

El hecho de que tengamos la suerte de pertenecer a la Unión Europea, puede ser una garantía de lograr un desescalamiento que nos lleve desde el control casi absoluto de los Estados de Alarma –o la forma legal que hayan adoptado en cada país- hacia una nueva libertad para todos los ciudadanos. Y cuando digo para todos, lo hago recordando que la crisis anterior, financiera, trajo consigo un aumento vergonzoso de la pobreza y la pobreza severa. De la misma forma, la recuperación económica no puede ser responsabilidad única del Estado –la Unión Europea no es un régimen totalitario, aunque experiencias totalitarias no nos han faltado en Europa en el siglo pasado desde ambos extremos del espectro político-, sino que es responsabilidad y misión de todos, también de los que han caído en la pobreza severa, a los que la Renta Mínima Garantizada, si se lleva a la práctica bien, sin fomentar el clientelismo electoral y sin desincentivar la búsqueda de empleo, pues el trabajo es un derecho fundamental para asegurar el desarrollo personal. La “salida del túnel” es tarea de todos; es tarea conjunta  de la Sociedad Civil –familia, asociacionismo, voluntariado, ONGs, Confesiones religiosas, asociaciones deportivas y culturales, asociaciones de Vecinos; desde luego, es competencia también del Estado. Y de los financieros, los empresarios, los autónomos, los sindicatos y las asociaciones profesionales y todos y cada uno y cada una de los ciudadanos y de los Gobiernos de la Nación, de las Comunidades autónomas, de las Diputaciones y Consejos insulares y de las Corporaciones municipales. Todo ello equilibrado y resonando en el Poder Legislativo, en sus tres niveles, y en el Poder Judicial, que tan importante está resultando en la defensa de nuestro orden constitucional y en la resolución de conflictos, algunos de ellos muy arduos. Por su parte, las Fuerzas Armadas y los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado han demostrado desde el 23F hasta ahora su importancia para garantizar nuestra seguridad y el respeto de los derechos humanos, con talante democrático, cercanía a la población y alta profesionalidad.

Esta pandemia ha revalorizado profesiones que han ido erosionándose  y mal pagándose progresivamente durante los últimos lustros, especialmente las profesiones sanitarias, emigradas al Reino Unido, Portugal, Estados Unidos,…; las relacionadas con el Sector Primario y la cadena alimentaria –agricultores, con precios de hace treinta años, ganaderos, incluso reponedores y cajeras de supermercado, expulsadas de su trabajo hasta hace poco por la simple posibilidad de tener el “riesgo” de quedar embarazada; también los policías y guardias civiles, que tal vez vean ahora equiparados sus salarios con las policías autonómicas aprovechando el revuelo de la sustitución fulminante e inexplicada –o explicada “de aquella manera”, increíble- del Coronel Pérez de los Cobos. De repente todos hemos caído en la cuenta de la suprema importancia de los investigadores, ahora que andan buscando a uña de caballo un tratamiento eficaz y una vacuna contra la Covid-19, aunque muchos de ellos dependan de una exigua beca de investigación a punto de caducar.

 

La educación especial saldrá a la calle contra la ‘ley Celaá’.

Apostar por un Pacto de Estado en Educación

Muchas de esas profesiones y otras que están a punto de ser alumbradas por esta crisis económica y social, necesitan de muchos años de estudio y formación. Sus profesionales deben formarse, como mínimo, durante el tiempo que duran cuatro legislaturas. Un reponedor de supermercado, por ejemplo, si tiene el Título de Secundaria, ha debido pasar al menos 16 años –cuatro legislaturas- en el Sistema Educativo, incluida la Guardería. Un investigador postdoctoral en Bioquímica habrá pasado formándose el equivalente a seis, o siete u ocho legislaturas. Los puestos de trabajo que deban desempeñarse cuando se implante la “nueva normalidad” y la formación necesaria sería imperativo que surgieran de un consenso dinámico, es decir, permanentemente adaptable, lo que exigiría un diálogo continuo entre los poderes del Estado, la Sociedad y los responsables de la Economía y las Finanzas, porque el conocimiento avanza casi a la velocidad de la luz. O sea, debería ser abordado por un Pacto de Estado –o fórmula similar- en Educación y no por una reforma de la reforma de la reforma de la LOGSE. Los partidos políticos deberían ser mucho más conscientes de que las cosas ya no dependen solo de ellos y de su ideología; hay aspectos de nuestra vida en común que no pueden depender exclusivamente de un bandazo en la opinión de una encuesta electoral. Las cosas, la realidad, es mucho más compleja.

Y hablando de complejidad, una tarea importantísima que debe ser abordada con suma urgencia -¡Vamos con retraso!- en esta nueva normalidad que está viniendo, es todo lo relacionado con el cambio climático que si es algo, es una manifestación de que no estamos abordando el problema ecológico en su integridad. El cuidado de nuestra Casa Común, como poéticamente llaman el papa Francisco y muchos ecologistas a nuestro planeta Tierra, necesitará no sólo de muchas investigaciones científicas y muchas y a veces dolorosas decisiones políticas; necesitará sobre todo una mayoría no silenciosa ni silenciada de ciudadanos que estén mentalizados y entrenados para cambiar de vida e incluso de hábitos –conversión se llama eso en lenguaje “religioso”- para reequilibrar la relación de la especie humana con la Naturaleza de la que proviene y de la que forma parte. Hay una serie de virtudes prepolíticas que habrá que practicar y fomentar; las religiones son una buena plataforma para ello, conviene no despreciarla: honradez, lealtad, austeridad, renuncia, sacrificio, solidaridad, fraternidad, no violencia, resolución dialogal de conflictos, amor a la verdad científica y moral, (¿se acuerdan de las fake news y los bulos que han inundado las redes sociales?). El diálogo interreligioso, a pesar de su dificultad, que no se puede obviar, será absolutamente necesario en los próximos lustros si de verdad queremos tener una mayoría mundial de ciudadanos dispuestos y motivados para poner en práctica en su propia vida y en su familia y comunidad, los cambios necesarios para llevar a cabo este planteamiento ecológico integral.

Señora Ministra Celaá: ¿no sería más inteligente esforzarse en lograr un pacto de Estado para la Educación, en lugar de poner un parche a las leyes vigentes? Y hablando de inteligencia: ¿le parece a Vd. inteligente minusvalorar y ningunear a la Enseñanza Concertada, que es la tercera parte del Sistema educativo actual? ¿Cree también que es inteligente desaprovechar la fuerza moral de los católicos y de los creyentes en general, dificultando la presentación científica y razonable de la fe cristiana, católica, ortodoxa o evangélica, musulmana, hebrea, etc., en diálogo con las Ciencias Naturales y Sociales en el ámbito de la Escuela, en el Aula, o en la videoclase?

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