14/06/2020
En el último tercio del siglo XVI la Iglesia quiere que la doctrina propuesta por el Concilio de Trento, principalmente la de la Eucaristía, llegue al pueblo fiel. Una de las maneras de conseguirlo fue a través de la creación de las cofradías del Santísimo o sacramentales, dentro de las cuales eran formados los fieles por la catequesis y las devociones. La cofradía de Ledesma se funda en 1585, y el objetivo se ve cumplido con creces cuando logran convertir el Corpus Christi en la fiesta de la fiestas de la villa.
Sin embargo, según consta en el libro de fábrica parroquial de Santa María de Ledesma, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, esta fiesta empieza a perder su propósito, para perderse en lo externo que la rodea: comidas, festejos taurinos, estandartes, banderas, cruces, imágenes procesionales de otras cofradías… En las visitas pastorales del obispo de Salamanca, D. Francisco Calderón de la Barca, en 1695 y 1702 se insiste en la necesidad de recuperar el sentido eucarístico de la fiesta, moderando estos excesos. Esta fue la razón por la que en 1717 se encarga al orfebre salmantino Francisco de Ágreda y Portillo unas andas eucarísticas, su objetivo es transportar y resaltar la custodia, que pasaba desapercibida entre las manos del sacerdote. La cofradía conocía bien el trabajo de Ágreda, pues en 1710 le encargó realizar dos mazas procesionales, que aún son conservadas y utilizadas en la procesión. La escenografía teatral de estas andas, recurso propio del estilo Barroco, es empleada por Ágreda inspirándose en la de Juan de Figueroa para la Colegiata de Toro (1685). En consecuencia la custodia y la forma consagrada, llevada dentro de estas andas, puede ser contemplada mejor, para la contemplación y adoración, en la procesión por las calles.
El jueves 8 de junio de 1719, festividad del Corpus Christi, se estrenan, tras un año de retraso, estas magníficas andas, saliendo a hombros por las calles de Ledesma. Su esplendor y grandeza no dejó indiferente a nadie, tal y como pasa hoy en día. La mirada es atraída por el rico y decorado baldaquino de plata, dentro del cual se guarda y manifiesta el bien más preciado: la presencia real y permanente del Cuerpo de Cristo.
Las andas de Ledesma adquieren todo su sentido cuando salen al exterior y son iluminadas por la luz radiante del sol, reflejada sobre la plata y el oro. Dios mismo está aquí, el símbolo que lo representa es la luz. La procesión se convierte en la presencia real del Hijo de Dios, que alumbra y guía a su Iglesia y a la humanidad en su camino hacia el Reino en el mundo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” ( Jn 8, 12).
Del mismo modo, las andas de Ledesma se crearon bajo la forma arquitectónica de un baldaquino, es decir, se trata de un templete formado por una base sobre la que se disponen cuatro pilares que sostienen una especie de cúpula superior. Se trata de un edificio cargado de un fuerte simbolismo, ya que pasamos del cuadrado, figura de lo terrenal y mundano, a lo circular, figura de lo celestial y divino. Visto desde esta simbología, el Cuerpo de Cristo aparece, dentro de la custodia y del baldaquino, como el que ha venido a unir a Dios y a la humanidad. Gracias a la entrega pascual, que es permanente y se actualiza en la historia en cada Eucaristía, Jesús es “el pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6, 51) para darnos la resurrección y la vida eterna (cf. Jn 6, 54).
La abundante decoración, fundamentalmente vegetal, cubre casi toda la estructura del baldaquino: volutas envueltas en hojas, jarrones con flores diversas, frutos, cálices sobre los que emerge la forma consagrada, cortinajes, ángeles y querubines, campanillas de distintos tamaños, corderos, la Asunción de la Virgen María… Más allá de quedarnos con la estética recargada del barroco, merecen nuestra atención, porque se trata de un conjunto iconográfico ideado para ayudarnos a comprender y acoger desde la fe el misterio de la Eucaristía. Esta variedad de imágenes y símbolos se ponen al servicio de los fieles para ser instruidos y ayudar en su adoración al Cuerpo de Cristo, destacando aquellos que tienen que ver con la presencia real, la transustanciación y el memorial del sacrificio de Cristo. Por ejemplo, el sonido de las campanillas entre los cortinajes nos advierten que estamos ante la presencia misma de Jesús que se nos revela en el misterio del pan consagrado. Los cuatro corderos degollados, inspirados en el que aparece en libro del Apocalipsis, símbolo del sacrificio de Jesucristo, situados en el interior, sobre las pechinas de la cúpula, hacen referencia al sacramento de la Eucaristía que actualiza la entrega única de Cristo en la cruz. Y el cáliz lleno de vino sobre el que está dispuesto la forma de pan, están rodeados por los rayos de la luz divina, manifestando que se han convertido, por las palabras de la consagración del sacerdote y la invocación del Espíritu (epíclesis), en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La abundante decoración vegetal, formada por hojas, flores y frutos, que cubre casi toda la estructura del baldaquino, nos recuerda aquel al Paraíso añorado y perdido por el pecado; ahora se nos ofrece un alimento por el que la humanidad se salvará y por el que tendrá la fuerza necesaria para avanzar y llegar definitivamente a la nueva creación del Reino de Dios.
Para terminar nos fijamos en aquellos símbolos que nos remiten a la Virgen María, los jarrones con azucenas, rosas y claveles, presentes en estas andas por dos motivos: el primero, evidentemente, por la dedicación de la parroquia principal de Ledesma a Santa María; y, el segundo, por ser la imagen o modelo de la Iglesia, que cree, celebra y vive la Eucaristía como su centro, fuente y culmen.