08/03/2019
Empezó a trabajar muy temprano por necesidades de la vida, como tantas trabajadoras. Contaba 15 años. Fue a la muerte de su padre. Supo lo que eran horas y horas de trabajo para un exiguo jornal, como todas las trabajadoras de mediados del siglo XIX, que percibían una tercera o cuarta parte del salario del varón por el mismo trabajo.
Creció a la sombra de la pobreza, como ocurría en todos los hogares de la época cuando faltaba el cabeza de familia, única fuente de recursos. Superadas las primeras dificultades, estableció un modesto taller de su propiedad, dedicándose a la pasamanería, cordonería y otras labores. Aunque ya gozaba de una situación más desahogada, optó por seguir viviendo pobremente.
Fue desde su juventud constante imitadora de la vida de trabajo de la Casa de Nazaret. En ella veía a José, a María, a Jesús trabajando para ganar el pan, y fueron para ella su constante referente. Educada en la fe desde la infancia por sus padres, cristianos ejemplares, y más tarde por los padres de la Compañía de Jesús, aprendió que Dios nunca nos abandona porque es nuestro padre. Y se arrojó en sus brazos, llena de fe y confianza en él. Esta fue su riqueza.
Sus amigas, trabajadoras como ella, la buscaron para disfrutar de su compañía las tardes de domingos y festivos. Les atraía su testimonio de vida y comenzaron a reunirse en su casa. Querían evitar diversiones peligrosas, pasarlo bien a su lado y aprovecharse de sus enseñanzas. Juntas decidieron formar la Asociación de la Inmaculada y san José, con sede en su casa.
El encuentro providencial en la Clerecía con Francisco Butiñá, jesuita catalán, apóstol de los hombres y mujeres del mundo del trabajo, cambió la orientación de su vida. Se sentía llamada a seguir a Jesús como dominica en el convento de Dueñas. Pero el P. Butiñá descubrió en seguida los tesoros de gracia que se escondían en aquella chica y la fue preparando para la misión que creía era la voluntad de Dios sobre ella: dedicar su vida a la promoción y evangelización de otras trabajadoras. Y juntos fundaron una congregación religiosa femenina que perpetuaría su taller.
Promotora de la dignidad y el trabajo de la mujer
Convertida en fundadora de las Siervas de San José, encarna en su vida el proyecto de la Congregación:
Era una forma de vida religiosa demasiado audaz para no suscitar oposición. A los tres meses de la fundación, Francisco Butiñá tiene que dejar Salamanca, exiliado con su comunidad. Los nuevos directores que lo sustituyen siembran imprudentemente la desunión entre las hermanas, algunas de las cuales, apoyadas por ellos, comienzan a oponerse al taller como forma de vida y a la acogida de la mujer trabajadora en él. Y Bonifacia Rodríguez, fundadora, que encarnaba con perfección el proyecto de vida que había dado origen a las Siervas de san José, es destituida como superiora y orientadora del Instituto.
Humillaciones, rechazo, exclusión y calumnias recaen sobre ella, sin que salga de su boca la más pequeña queja. Como solución al conflicto, propone al obispo de Salamanca una nueva fundación, el lugar elegido es Zamora. Y Bonifacia se lleva, guardada en el corazón, a la mujer trabajadora, que es para ella “la niña de sus ojos”. Y en Zamora le entrega la vida con toda fidelidad, mientras en Salamanca comienzan las rectificaciones a un proyecto incomprendido.
Bonifacia, cordonera, tejedora, en su taller de Zamora, codo a codo con otras trabajadoras, niñas, jóvenes, y adultas, acogidas en él:
Desde su taller, Bonifacia es una de esas mujeres que mejoran el mundo silenciosamente, evangélicamente, siguiendo a Jesús sencillamente en su vida de trabajo en Nazaret. Ella misma nos enseña: “Para estar unidas con Dios no hay mejor cosa que andar siempre en su presencia. Dios está delante de mí y yo delante de Él, me está viendo, me está animando”. Repetía a las hermanas con frecuencia: “Hijas, que no tenemos otras rentas que nuestro trabajo y en él hemos de imitar el ejemplo del taller de Nazaret. La Sagrada Familia ha de ser nuestro modelo”.