21/12/2021
La Navidad cristiana no es una cuestión de calendario. En este sentido, bueno será recordar que la fecha en la que la venimos celebrando es una fecha convencional. A partir del S.IV la Iglesia, sin ninguna pretensión de exactitud histórica, escogió para la celebración litúrgica de la Navidad el solsticio de invierno. Justamente en los días en los que la luz del día empieza a ganarle espacio a las tinieblas de la noche es cuando los creyentes cristianos celebramos la memoria del acontecimiento histórico del nacimiento de Jesús. Es una forma de relativizar el calendario para afirmar, sobre todo, lo esencial de dicho acontecimiento: que con la entrada de Dios en nuestra historia las tinieblas empezaron a batirse en retirada y en nuestro mundo tenemos más luz.
No basta, por tanto, que llegue el día 25 de diciembre para decir “ya es Navidad”. Aunque así se afirme y se funcione desde otras instancias, las sociales y comerciales, desde el punto de vista creyente la Navidad está más allá del calendario. Y una celebración auténtica de la misma requiere mucho más.
Como en todas las celebraciones de nuestra fe se puede hablar en la Navidad de tres planos distintos. Hay en la Navidad cristiana, en primer lugar, la memoria de un acontecimiento histórico singular e irrepetible, como es siempre el nacimiento de una persona concreta. De tal forma afectó el nacimiento de Jesús de Nazaret a nuestra historia, que desde el S.VI decidimos iniciar nuestro cómputo del tiempo a partir de él. De este hecho histórico, humilde en su realización pero transcendente en sus consecuencias, nosotros hacemos en estos días memoria gozosa.
Pero hay en la Navidad cristiana bastante más. Es, en otro plano, el reconocimiento asombrado de la presencia viva y mantenida de Dios en medio de los hombres. El que nació con el sobrenombre de Emmanuel, “Dios-con-nosotros”, no limitó su presencia en nuestro mundo a su existencia histórica. Él mismo afirmó “ya sabéis que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Y esto sin olvidar un tercer plano que mira hacia el futuro. Es la esperanza, bien fundada, de que un día esa presencia, que inicialmente fue en humildad y ahora se desarrolla en los velos del misterio, un día se hará radiante y esplendorosa. La Navidad cristiana es, por tanto, también el sueño ilusionado de que un día, por fin, se harán realidad los cielos nuevos y la tierra nueva.
Todo el misterio de nuestra fe se desarrolla y se vive en esta tensión, entre el “ya” y el “todavía no”. Así lo expresó felizmente el autor bíblico que escribió “Somos ya hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado lo que seremos” (I Jn 3,2). Es la tensión entre la dimensión actual y presente de lo que celebramos y la esperanza de la realización plena de lo que creemos.
Del que nació en Belén, según los evangelistas “en tiempos del rey Herodes”, se hacen dos afirmaciones especialmente importantes: “se le puso por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros” (Mt 1,23)… y también que era el Verbo, la Palabra misma de Dios, que “puso su tienda entre las nuestras” (Jn 1,14).
Esto es el “ya”, lo que aconteció como realidad histórica, del que nosotros ahora hacemos memoria.
Pero creemos que esa presencia mira también hacia la consumación de la historia para desarrollarse en su plenitud. Con toda intención y referencia clara a los datos evangélicos, en el último libro de la Biblia leemos, al hablar de la Jerusalén celestial, “Esta es la tienda de campaña que Dios ha montado entre los hombres. Dios habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos” (Apocalipsis 21,3).
Celebramos, por tanto, la Navidad entre el “ya” y el “todavía no”. Es decir, con el gozo, alto y subido, de lo que ha acontecido; y, a la vez, con el compromiso, firme y serio, de poner cada uno nuestra parte para que se desarrolle la intervención salvadora que Dios inició en nuestra historia a partir del nacimiento de Jesús. Porque es claro que ésta no ha llegado todavía a su plenitud.
José Manuel Hernández, sacerdote diocesano jubilado.