06/05/2021
“Cuidémonos mutuamente” sigue siendo el lema para esta jornada de la Pascua del Enfermo 2021 que se aproxima. Y el “mutuamente” quiere decir que no es algo que pueda realizarse en soledad sino que tiene que hacerse en compañía. ¿Se pueden unir estas dos palabras que de entrada parecen tan contrarias y contradictorias? ¿Hay alguien que las haya juntado y las haya hecho vida? ¿Cómo realmente se ha podido y se puede “acompañar la soledad” cuando parece que estamos superando ya la pandemia del COVID 19?
“Soledad” según el Diccionario de la RAE significa, entre otras cosas, “carencia voluntaria o involuntaria de compañía… lugar desierto o tierra no habitada… pesar y melancolía que se sienten por ausencia, muerte o perdida de alguien o de algo”. Una experiencia realmente vivida en todo este tiempo. “Acompañar”, según el mismo Diccionario, tiene entre otros significados el de: “estar o ir en compañía de otra persona… participar en los sentimientos de alguien… existir junto a otra persona o simultáneamente con ella”. Justamente lo que tanto hemos echado de menos en este año largo y seguimos deseando.
Cualquiera de esas “soledades”, o todas, se han vivido, y se siguen viviendo entre nosotros, en esta pandemia del coronavirus que nos ha sobrevenido. La han experimentado los enfermos en los Hospitales, en las Residencias o en sus propios domicilios. La han experimentado los familiares que han tenido que separarse de sus seres más queridos al no poder visitarlos, e incluso en muchas ocasiones de forma definitiva sin poder despedirse de ellos. La han experimentado los trabajadores que, según sus diferentes oficios y labores, han tenido que enfrentarse a la situación creada, con temor y temblor pero decididos a darlo todo, hasta la propia la vida, porque los otros los necesitaban. La ha experimentado la sociedad entera, deteniendo toda actividad y relación presencial y recluyéndose en los hogares, desde los más pequeños hasta los de mayor edad, durante los meses largos de confinamiento total. Podemos concretarlo señalando tres soledades palpables:
En todo el fragor de la batalla contra el coronavirus, en los días más álgidos de la pelea, había que haber visto el rostro de los enfermos que llegaban con los síntomas de la enfermedad y quedaban en Urgencias resignados a pasar horas (6, 7, 8…) ¡solos! esperando los resultados y la decisión definitiva de los médicos. Y algún día podrán contar también, con más detalle, el desamparo que han padecido los trabajadores de hospitales y residencias enfundados en sus “trajes espaciales”, ¡cuando finalmente los han tenido!, casi asfixiados y con movimientos torpes, para limpiar habitaciones, patear pasillos llevando analíticas y resultados, transportar a los infectados en las ambulancias, curar y controlar la enfermedad de los pacientes en sus lechos o retirar los cuerpos ya sin vida de los que morían. Fueron jornadas de verdadero pánico que han vivido en soledad absoluta dentro de esos lugares de trabajo por temor al contagio y luego en sus propios hogares por miedo a contagiar a los suyos. Y vuelta a empezar al día siguiente.
Es sobradamente elocuente para explicarla que el comentario más escuchado en los días de reclusión absoluta, fuese el de que gracias a “los aplausos de las ocho de la tarde” conocimos y dialogamos con nuestros vecinos. Los de la puerta de al lado. Los del balcón de enfrente. Parecía increíble, pero era cierto. Viviendo años y años en el mismo portal, en la misma escalera, en el mismo bloque y ¡apenas nos hemos relacionado! “Existíamos junto a otras personas o simultáneamente con ellas, pero no participábamos de sus sentimientos”, parafraseando una de las definiciones anteriores. Cada uno iba a lo suyo, como popularmente se dice. Hemos sido conscientes, por gracia o desgracia del coronavirus, de la poca empatía que tenemos con los que viven y caminan a nuestro lado. De lo poco que participamos de sus gozos y esperanzas, de sus tristezas y angustias. Cuando, al fin y al cabo, son “gente corriente” con trabajo, vida familiar, tiempo para el ocio y el turismo… como nosotros. Vecinos con los que podemos coincidir en el bar o en el supermercado pero para los que “no tenemos tiempo que dedicar” porque nos urge la prisa y el individualismo. Nosotros ya tenemos bastante con lo nuestro, solemos decir. Y, cuando pase este tiempo de incertidumbre sanitaria, seguro que volveremos a cultivar nuestra soledad comunitaria hasta nueva ocasión impuesta.
Es a lo que se refiere el Diccionario sobre “lugar desierto o tierra no habitada”. Y uno piensa rápidamente en el entorno rural, en las mieses y las encinas de nuestra tierra que ya no tienen a nadie que les cante, en nuestros pueblos vacíos o vaciados, como se dice con mayor exactitud ahora, donde el silencio se adueña, misterioso, de todos sus rincones, alterado solo por el canto de algún pájaro o el murmullo del viento. Pero es que el coronavirus dejó también vacía y silenciada la ciudad con sus calles y plazas y sus edificios emblemáticos. Y vimos que la naturaleza, el mundo vegetal y animal, respiró tranquila atreviéndose a crecer y manifestarse por donde normalmente camina el ser humano. Fue una manera sencilla pero elocuente de gritar que no podemos seguir viviendo de espaldas a la tierra y dejándola sola ante el abuso a la que la estamos sometiendo. Algo nos ha querido decir la pandemia acerca del nuevo empeño que debemos poner en el cuidado de la Casa común.
Dicen los expertos que uno de los grandes procesos que recorren hoy el mundo es la soledad. Y más después de esta pandemia que seguimos padeciendo. Que han aumentado los contactos pero disminuido los vínculos que permanecen y comprometen. Que han crecido las redes para comunicar en la distancia pero se agudizan las soledades. Que en la actualidad se posibilita la mayor sociabilidad global de la historia para los individuos pero sin poder garantizar una mínima relación y vida comunitaria, que se echa de menos. Que la ansiedad que ha generado y genera esta situación necesita simplemente de un par de sillas para que alguien se siente al lado del otro simplemente a escuchar, a conversar gratuitamente, ofreciendo una palabra de esperanza. Que es cuestión de generar procesos a partir de un pequeño encuentro de diálogo. Pero presencial, claro.
Hemos escuchado muchísimas veces de boca de nuestros mayores eso de que “la compañía, Dios la amó”. Y así es. Ya en el principio dictó sentencia el Creador: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2,18). Y en los momentos de apuro y destierro del pueblo de Israel, cuando se encontraba en “una tierra desierta y una soledad poblada de aullidos, el Señor lo rodeó cuidando de él y lo guardó como a la niña de sus ojos” (Dt 32,10), lo escogió como su preferido (Dt 26,17s; Jer 30,22) y lo consoló con la promesa de su cercanía en persona: “Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’” (Is 7,14; Mt 1,23). Y cuando llegó el momento culminante: “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,16). Y sí, por supuesto, como nadie más lo ha hecho, Jesús es el que nos ha enseñado a unir las dos cosas, la soledad humana y el acompañamiento de Dios. Volvamos a poner en práctica su lección. Él también pasó por ese trance y se sintió solo: rechazado del mundo, abandonado de los hermanos y olvidado del Padre. Pero con la travesía pascual de su pasión, muerte y resurrección, quedó constituido en compañero imprescindible para el camino de la humanidad en cualquier tiempo y circunstancia (Cf. Lc 24,13-35) y aseguró su presencia para siempre en la vida de su Iglesia (Cf. Mt 28,20). De tal manera que ya nada ni nadie nos podrá separar de su Amor (Cf. Rom 8,31-39). Y cuando dos o tres estemos reunidos y en su nombre pidamos algo, tengamos la seguridad de que el Padre nos lo concederá (Mt 18,19s).
José Vicente Gómez, capellán de los Hospitales.