ACTUALIDAD DIOCESANA

09/05/2019

La pedagogía del indicativo

Reflexión del presbítero Tomás Durán Sánchez en las bodas de oro y plata, episcopal y sacerdotales

 

Tomás Durán.

Cuando leemos la Constitución Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II, no podemos por menos que alegrarnos por la acogida que la Iglesia hace de la humanidad y de su caminar histórico. Y aún más, de cómo agradece, esta misma Iglesia, la ayuda que ha recibido y recibe del mundo, a lo largo de los siglos. “La experiencia histórica”, “el progreso de las ciencias”, y las “diversas formas de cultura humana” abren caminos a la verdad y “ayudan a la comunidad eclesial” (Cf. GS 44) a realizar su misión de anuncio del Evangelio y su oferta de salvación de Jesucristo a toda la creación, pues éste es “centro del género humano, gozo de los corazones y plenitud de las aspiraciones” (GS 45) del mismo hombre y de la historia humana. Es una aventura que hemos de acoger como tiempo de gracia.

Sin embargo, bien lo sabemos hoy, esta colaboración y complementariedad de Iglesia-mundo, entre fe y cultura, se encuentra ahora entre una de nuestras mayores dificultades pastorales, evangelizadoras y de dialogo. Pablo VI definió esta situación de ruptura de la fe y la cultura como el “drama de nuestro tiempo” (Evangelii Nuntiandi, 20), recordando tal vez la gran obra teológica de Henri de Lubac, ‘El drama del humanismo ateo’ (1943). Esta obra, con sus sucesivas ediciones, sirvió para releer lo que supuso el paganismo nazi y el ateísmo del materialismo marxista, contextualizar el humanismo laico que afloró con fuerza después de la segunda Guerra Mundial y con el que mantuvo un diálogo el Concilio Vaticano II, y, por último, vislumbrar una secularización creciente que hace suponer una superación del cristianismo.

Etapa de fe perdida

Hoy nos encontramos en un nuevo instante. El de un paganismo postcristiano. Estamos ante una profunda crisis de Dios. Y al ser crisis de Dios es también crisis del prójimo; increencia e injusticia, ambas unidas. El paganismo post-cristiano está en otra honda. Es un humanismo construido por un presentimiento: Dios es un estorbo para mi libertad. Y construido por una elección: elijo una vida sin Dios. Y a todo lo más, admito que hay diversidad de religiones; pero ese carácter absoluto que el cristianismo tiene y pretende no es reconocido. Sois unos más dentro de las opciones de sentido de la vida, se nos dice. La secularidad y el pluralismo son dos hechos irreversibles que hay que aceptar. Y la libertad del hombre es un don mismo de Dios que hemos da acoger con alegría.

Lo que vemos es que ante la fe, hoy, el hombre se sitúa con “una indiferencia total”, y “una apostasía silenciosa” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 9). Basta mirar los resultados pastorales que tenemos ante las programaciones que ofrecemos. Sin culpabilizarnos, sin enfrentarnos y descalificarnos, pero aceptando la realidad y siendo muy sinceros. Y es que el momento es otro. De absoluta novedad. Es un empalme nuevo entre la libre libertad del hombre que se siente dueño y señor de todo y la Gracia que ofrece una Iglesia que no tiene más fuerza que a su Señor crucificado. Se trata de un nuevo estadio en la relación fe-persona. Y no es solo problema de encontrar y ofrecer “convocatorias deslumbrantes” o recetas pastorales. Se necesita un análisis más hondo.

Estamos en la etapa de una “fe perdida”, ante lo que es necesario poner en práctica una “fe suplicada”. Es el tiempo del engendramiento de la fe: hacerla nacer, provocarla, iniciarla, alumbrarla… ¡suplicarla! Es tiempo del primer anuncio, de la mistagogía, de una nueva iniciación, del despertar a la fe mediante la oración, del acompañamiento, de cuidar la fragilidad de la pequeñez y de acoger la grandeza de la humanidad actual en un diálogo permanente. En este tiempo y estas circunstancias ha pretendido situarse modestamente nuestra Asamblea diocesana. No sé si hemos conseguido hacerlo entender.

Junto a todo esto hoy vivimos en una realidad eclesial compleja de cara a su presencia en el mundo, que no acaba de ver y agradecer este tiempo como una oportunidad de gracia para un nuevo renacer de la fe y de la misma comunidad de los creyentes. Dos tentaciones podemos destacar. Una de ellas es propiciar una vuelta al pasado en sus formas pietistas y ser fieles a una pretendida tradición que el Concilio Vaticano II dicen que olvidó. Y la otra, es una acomodación de la fe a los presupuestos postmodernos que abarate la gracia y sitúe a la Iglesia en unos postulados más acordes a los intereses mundanos; sobre todo ante la demanda de una nueva moral laica de la persona y de la familia, y a una reconstrucción simbólico-sacramental de la Iglesia que dé respuesta a los crecientes peticiones de la sociedad. Dos miradas que crean cierta tensión, también política, en el seno eclesial y que alimentan las redes sociales y medios de comunicación.

Y a la vez, no es menos relevante la situación interna de la Iglesia. En primer lugar, destacamos la fidelidad de los sacerdotes, laicos y hermanos de la vida consagrada, que en este contexto cultural siguen siendo lámparas encendidas a pesar de la edad, la escasez de frutos, la irrelevancia social y la aparente esterilidad de sus trabajos apostólicos. Pero también, en segundo lugar, podemos detectar el pecado dentro de la Iglesia y las tensiones en la misma: enfrentamientos y faltas de comunión entre sus miembros que esterilizan las tareas pastorales y las dificultan; búsquedas de proyectos personales y pastorales que pretenden ser los únicos y mejores… Todo nos adentra en una solidaridad en la culpa, pero nos iguala en una mayor solidaridad de la Gracia pascual, que hace en este caso de nuestra Iglesia diocesana, una Iglesia local que lucha, se atreve a nuevas tareas y no pierde la esperanza, apoyada en su Señor, de responder a los retos espirituales, pastorales y estructurales que tiene delante e impulsó la Asamblea diocesana. Ya aparecen nuevos gérmenes que nos llenan a todos de alegría y esperanza.

Acompañados de Don Carlos

Mons. Carlos López, desde 2002 es el obispo Diócesis de Salamanca. Foto: Óscar García.

En estos últimos dieciséis años hemos recorrido este camino, cultural y eclesial, con el acompañamiento episcopal de D. Carlos, dentro del trayecto de sus 25 años del ejercicio del episcopado. Ha sido un tiempo de gracia y quieren serlo ahora de agradecimiento. ¿Qué ha sido lo más relevante? A parte de dejarle al Señor el juicio de nuestra obra y los frutos de la siembra, podemos decir que nos ha señalado con fuerza la Cruz gloriosa de Jesucristo. Es una época de invitarnos a poner la mirada en Aquel que dio la vida por nosotros en la entrega de sí mismo, para que que aquel mismo Amor que a Él le movió a entregarse a la Cruz sea el que acojamos en nuestros corazones y propongamos al hombre de hoy viviéndolo en el seno de la Iglesia. Ha sido, y está siendo un episcopado con una pedagogía del indicativo que parte del amor previo del Padre, y en la que se nos dice “no me miréis a mí”, sino “poned vuestra mirada en Jesús crucificado y todo se os hará poco” (Santa Teresa de Jesús); y haced de las dificultades de la evangelización del hombre de hoy, y de las dificultades que nacen de la misma vida eclesial, un ejercicio de amor para estar “alegres en la medida que compartís los sufrimientos de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocéis de alegría desbordante”. (Cf. 1 Pe 4,13). Todo ello está siendo una invitación a las fuentes y raíces de la fe, y a la experiencia viva del encuentro con el Señor resucitado.

Finalmente, en este momento histórico y eclesial en el que estamos llamados a asumir y transformar en gracia este neo-paganismo, desde el ejercicio del episcopado de D. Carlos se nos ha invitado a “volver a las huellas de Jesús”. Y esto, sabiendo que no seremos en la comunidad de Jesús, ni los más sabios, ni los más fuertes… para que así se manifieste la “fuerza de la Cruz” (1Cor 1,24), única riqueza y sabiduría de la Iglesia. Porque ese, además, es “el plan pastoral” de todos los tiempos. Así, la Iglesia a la que caminamos, débil y pequeña, alegre y confiada, humilde y pobre, sinodal y con gusto de ser Pueblo, reunida en torno a la Mesa y peregrina en el mundo “como liturgia del Evangelio de Dios” (Cf. Rom 15,16), será “una señal levantada entre las naciones” (Cf. SC 2), un resto creíble y germen de firme esperanza para el mundo (Cf. LG 9), no un residuo del pasado sino apunte de futuro, mirando al Reino de Dios y su justicia. Y será una “minoría creativa”, “una ciudad puesta en lo alto”. Una Iglesia del Señor y vuelta hacia el hombre “gigante” de este siglo, con la medicina de la misericordia. Nunca se les prometió a los cristianos que serían muchos.

Gracias, Don Carlos. Gracias, Melitón, Jesús, Poli, Rafa, Pablo, Juan Andrés y Luis Javier.

¿Te gustó este artículo? Compártelo
VOLVER
Actualidad Diocesana

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies