23/04/2023
El tercer domingo de este tiempo en que celebramos con tanta alegría el triunfo de Cristo sobre la muerte y el pecado nos lo sitúa, a través del Evangelio, en el mismo día de la Resurrección y en dos escenarios diferentes.
Primero, se acerca en el camino a dos discípulos que discutían. La decepción y la incomprensión les lleva a discutir, porque ni la certeza de que el sepulcro estaba ya vacío es suficiente para abrir sus cerrados ojos. No, no reconocieron a Jesús en el camino. La tristeza les puede.
En esos sesenta estadios de Jerusalén a Emaús, algo más de once kilómetros, está nuestro camino diario, siempre con prisa, con agenda, con rutina, con el piloto automático. Sabemos que tenemos a nuestro lado la Palabra de Dios para orientarnos, pero a menudo nos cuesta escucharla, detenernos a revisar sus instrucciones misteriosamente precisas para cada uno en cada momento. Actuamos muchas veces como si el Sepulcro aún fuera el del Santo Entierro y no el que el Ángel señala a las mujeres.
El segundo lugar, y definitivo, es la mesa. El que se hizo el encontradizo para caminar se sienta junto a ellos y con un simple gesto, el de tomar el pan, pronunciar la bendición, partirlo y repartirlo, se revela como el Resucitado, el vencedor sobre las tinieblas que les abre los ojos.
Entonces, a la luz del misterio de la presencia real y verdadera de Jesús, el pan eucarístico que en cada Misa se entrega y en cada sagrario y custodia adoramos, es cuando la Palabra que ya había incendiado sus corazones transforma sus vidas. En medio de la oscuridad vuelven sobre sus pasos, otra vez a Jerusalén. En esos sesenta estadios de vuelta, los sesenta estadios de la misión y la alegría, en medio de las sombras de este mundo pero en una noche ya iluminada por la luz pascual, debemos caminar como Iglesia hasta el fin de los tiempos, tras las huellas de Jesús Resucitado y acudiendo cada día a su mesa.