11/05/2020
Javier, ¿Cómo surgió su inquietud por el sacerdocio?
La adolescencia y la juventud son, por definición, una época de búsqueda de respuestas y de toma de decisiones, y supongo que la educación cristiana recibida en la infancia, el testimonio de fe de nuestros mayores en la vida en familia, y la patente acción del Espíritu, con sus siete dones en acción, son el caldo de cultivo idóneo para preparar el alma de un joven para detectar la llamada (la “vocatio”) y responder dando un paso al frente. El salón de la casa familiar ha estado siempre presidido por una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, sentado en su trono, bendiciendo. Ante Él transcurrían (y siguen transcurriendo) los misterios de gozo, dolor, gloria y luz de cada miembro de nuestra extensa familia, con cinco hijos, y durante varios años, también los abuelos, que vivieron con nosotros y murieron en nuestra casa, dejando una enorme huella de fe.
Y llega el momento crucial en la vida de todo cristiano, en el que debe decidir cómo va a emplear los talentos recibidos. En mi caso concreto, debo confesar que el Señor puso ante mis ojos dos realidades objetivas que, ya entonces me parecieron graves y urgentes, y que ahora veo aumentar dolorosamente: la primera es la pérdida de la fe, especialmente en los jóvenes. Una especie de apostasía silenciosa, que se iba extendiendo como un virus, y que iba sumergiendo en la tibieza, la indiferencia y finalmente el rechazo de la Fe, con todas sus consecuencias. Cuando hablaba con compañeros del Colegio, en la Universidad o incluso en el Servicio Militar, me daba cuenta de que tenían una enorme ignorancia religiosa. A veces me respondían como aquellos pobres efesios: “ni siquiera habíamos oído que hay un Espíritu Santo” (Hechos 19,2).
Algunos me escuchaban y me preguntaban con interés, y me sentía feliz cuando conseguía llevarles a Misa conmigo o veía algún indicio de conversión. Pero para eso necesitábamos a los sacerdotes. Sin ellos no hay sacramentos, no hay Eucaristía, no hay absolución …no hay Iglesia.
Y en este punto llegamos a la segunda realidad acuciante: se acaban los sacerdotes. Entonces resonaba con fuerza en mi interior aquella exclamación vehemente de San Pablo: “Pero ¿cómo van a invocarle, si no han creído en Él? ¿Y cómo van a creer en Él, si no han oído hablar de Él? ¿Y cómo van a oír, si no hay quien les anuncie el mensaje?”[1].
Siguiendo los consejos de un sacerdote prudente, me inscribí en unos Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Duraban cinco días y para mí fueron una experiencia impactante y clarificadora. Tuve la convicción nítida de que Nuestro Señor Jesucristo me tendía su mano para trabajar con Él, que su Gracia y su Fuerza me ayudarían para suplir mis deficiencias y que nada ni nadie podría interponerse.
Aquel mismo lunes abandoné la carrera de Derecho y comencé los trámites para ingresar en el Seminario.
¿Qué balance hace de estos 25 años de ministerio?
Siempre recordaré el consejo que me regaló mi director espiritual justo antes de recibir la Ordenación Presbiteral: “Haz, desde ahora la firme resolución de ir siempre contento donde te envíen. Puedes estar seguro de que Dios se sirve del Superior o del Obispo para llevarte donde Él quiere, y que allí hay alguien que te está esperando a ti, y sólo a ti. Y si te entran dudas, mira a la Virgen María”. Siempre he seguido ese consejo y he constatado que era totalmente cierto.
El inicio de mi Ministerio fue una experiencia misionera en varios países. Tras una intensa preparación en Francia y en Suiza, fui enviado a Chile. Desde allí viajaba con frecuencia a Argentina y a Méjico. Aquella situación temporal me permitió descubrir una dimensión de la Iglesia que no conocía: territorios inmensos, poblaciones humildes, trabajo incansable de misioneros de diferentes carismas, multitudes que se agolpaban en torno a cada Misa…
De aquella época tengo marcados algunos recuerdos muy impactantes. Voy a escribir sólo dos de ellos, a modo de ejemplo:
A los tres días de llegar a Santiago de Chile, acababa de celebrar la Misa de las 07:00 y estaba desayunando, cuando recibí una llamada de urgencia de una familia cristiana. Era una llamada desgarradora. La madre de familia, una mujer valiente y buena, que quedó viuda al frente de sus nueve hijos, que había luchado contra una terrible enfermedad en los últimos años, había caído en una fuerte depresión, y en un momento de terrible desolación, se había disparado en la cabeza con un revolver. No había muerto, pero su estado era muy crítico. Dejando el desayuno sobre la mesa, tomé el maletín de asistencia a enfermos, y salí de inmediato hacia el hospital. Nunca olvidaré la escena impactante que encontré cuando entré en su habitación. Conectada a infinidad de cables y tubos, un enorme vendaje contenía su cabeza herida, sus ojos muy abiertos ya no tenían el brillo de la lucidez, y su vida se apagaba al ritmo que marcaba un monitor, que indicaba sus constantes vitales. Pregunté a los médicos si ella podía oírme o entenderme, y me dijeron con enorme respeto que no podían saberlo, pero que era posible que escuchara porque habían notado reacciones ante estímulos. Como me enseñaron mis formadores, me puse a su lado, muy cerca de su oído, tome su mano, y le pedí que apretara mi mano si me entendía. Sentí un escalofrío cuando apretó mi mano con fuerza. Con voz alta fui recitando a su oído el acto de contrición, le hablé del perdón y la misericordia con frases cortas y contundentes, y le di la absolución. Cuando le recité las letanías al Sagrado Corazón, ella apretaba mi mano en cada respuesta: Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros.
En mi maletín llevaba escapularios de la Virgen del Carmen, que es la Patrona de Chile. Le impuse uno, tras sumergirlo en alcohol para desinfectarlo, y mientras recitaba la Salve, su vida se apagó. Yo mismo se lo comuniqué a sus hijos que esperaban a la puerta. Al día siguiente celebre por ella mi primera Misa de Exequias.
Otro recuerdo, de diferente signo, pero igualmente impactante, es el de las primeras comuniones que tuve que organizar por primera vez, en aquel entorno tan diferente al nuestro. En realidad, sólo había una diferencia: el número de niños. ¿Cómo organizar en una sola ceremonia la primera comunión de 600 niños? Tuve que alquilar un estadio polideportivo, y con la ayuda del grupo de los jóvenes de Confirmación, pasamos toda la noche trabajando. Con un pequeño camión que nos habían prestado, trasladábamos cientos de sillas plegables, imágenes de santos, centros de flores, grandes cortinas…A las 8:00 de la mañana, aquel lugar parecía – más o menos – una capilla de dimensiones considerables …casi igual que el agotamiento que sentíamos.
Aquel esfuerzo mereció la pena. Cuando esas sillas fueron ocupadas por los blancos vestidos de las niñas y los azules trajes de los niños, y sus caras de ilusión se acercaban a este gran Mysterium Fidei, nuestras sonrisas borraban el cansancio de nuestros párpados agotados.
Otra faceta de mi trabajo en Chile, que me hacía especialmente feliz, era el servicio de atención a las Fuerzas Armadas. Aquellos dos años al servicio del Ejército, de la Armada (en Viña del Mar/Valparaíso) y de Carabineros de Chile, me permitieron comprender en profundidad la dura vida de sacrificio de esas personas que, de día y de noche, siempre expuestos a peligros, velan por la seguridad y el orden. Tengo recuerdos entrañables de personas admirables que me enseñaron mucho más que yo a ellos y me concedieron el honor de estar en sus vidas.
La segunda fase vital de mi Ministerio comienza con la llegada del obispo Don Braulio a Salamanca. Siempre recordaré con cariño y agradecimiento a este Obispo bueno, comprensivo y paternal, que tanto bien nos hizo. Con gran prudencia, me envió durante un año a la Parroquia de Guijuelo, como coadjutor. Allí pude conocer a un párroco entrañable: Don Horacio, al que siempre estaré agradecido. Estuvo más de 40 años al servicio de aquellas parroquias, y era un sabio lleno de experiencia práctica, que transmitía con sencillez en sus largos paseos o compartiendo un desayuno. Allí también encontré a buenos hermanos que me orientaron, me dieron consejos preciados y me acogieron con un afecto emocionante.
Nunca olvidaré las cenas tan amenas preparadas por don Juanjo Calles, siempre generoso y amable; las sobremesas interminables con don Ángel Luis y don José Antonio, contando experiencias de nuestros viajes, o compartiendo las dificultades y alegrías del apostolado.
Durante aquel año recibimos una carta muy especial de nuestro Obispo. Nos pedía disponibilidad para acometer una reordenación importante de parroquias, que se hacía ya urgente debido a la carestía de sacerdotes, problemas de edad, salud, etc.
En un diálogo muy paternal, don Braulio me pidió ser Párroco de Aldeadávila de la Ribera. Un destino difícil por la lejanía en distancias (a 104 km de Salamanca). Al principio fui enviado “in sólidum” con otro sacerdote: Don Antonio, al que había conocido también en Guijuelo, pero al poco tiempo tuve que afrontar en solitario la atención de siete pueblos cercanos. Allí permanecí durante 10 años, intentando adaptarme a la mentalidad propia de cada comunidad y tratando de poner las bases de la Unidad Pastoral.
La llegada de don Carlos, nuestro actual obispo, marcó también una nueva fase en el desarrollo del ministerio. Hace ya once años que me pidió hacerme cargo de la Unidad Pastoral de Villar de Peralonso-Cubo de Don Sancho, al principio ayudando a don Juan Jesús, que trabajó 48 años desde Cipérez, y tras su fallecimiento, en solitario, para intentar atender a estas 12 comunidades tan pequeñas y humildes, y en las que he encontrado tantas personas buenas.
Desde que recibí la ordenación he intentado compaginar el trabajo pastoral con una formación más especializada, para servir mejor al Pueblo que Dios nos encomienda. Siempre me había gustado el Derecho y a medida que fui profundizado en su estudio, descubrí la que sería, por así decirlo, mi segunda vocación: la Administración de Justicia. Me impactó mucho una afirmación del gran canonista Klaus Morsdorf: “el Derecho Canónico es una ciencia teológica, en formato jurídico”.
Siempre agradeceré a don Carlos su confianza en mi trabajo para desempeñar diversas funciones en la Curia Diocesana. Ese trabajo, primero como Notario, y después como Defensor del Vínculo y Promotor de Justicia, me han permitido conocer con mayor profundidad muchas realidades de Salamanca, como sociedad y como Iglesia. También ha sido la ocasión para trabajar con hermanos mayores venerables, que son un ejemplo para mí. Es un honor aprender cada día de jueces experimentados como don Dionisio Parra, don José Calvo o don Francisco Delgado.
Nuestro Vicario Judicial tiene, entre otros muchos, el gran mérito de haber sido capaz de coordinar a todos los que integramos la administración de Justicia, de diferentes edades y orígenes, orientando discretamente, corrigiendo y formando, hasta crear un equipo que trabaja para dar respuesta a diferentes situaciones que se presentan cada día en nuestro Tribunal o en la Curia.
Me alegra también que podamos incluso prestar ayuda judicial a otras Diócesis hermanas que pasan por momentos difíciles por falta de personal especializado.
¿Qué ha sido lo más reconfortante? Algún momento realmente especial en estos años.
Cuando vivimos unidos al gran Misterio de Jesucristo, aunque sea en un puesto humilde, como párroco rural, estando donde Dios quiere que estemos, tarde o temprano, el Señor nos muestra por qué quería vernos en ese momento y en ese lugar.
Nuestro ministerio pastoral y nuestra solicitud por las almas nos pone en contacto con personas que aparecen en nuestro camino, que se encuentran en momentos vitales muy diversos. Unos acuden al sacerdote buscando una luz para su fe, otros para curar una herida en su alma, otros buscando respuestas importantes. Personalmente me reconforta cada vez que el Señor me permite intervenir en una conversión, o cuando se sirve de mis pobres fuerzas para devolver la paz a un alma que sufría.
Pero sobre todo me reconforta saber que mi presencia ante su Altar, un Domingo cualquiera, en una pequeña parroquia de un pueblo, me permite ser su instrumento para que Él se haga presente. Cuando veo desde la sede, a un pueblo que acude a la Misa, que canta su Fe, que adora de rodillas la Sagrada Forma que se eleva entre mis manos sobre el Altar, veo con mis propios ojos hasta qué punto somos los enviados de Dios para construir su Reino en la Tierra. En ese momento percibo con nitidez que la decisión que tomé hace más de 25 años fue la respuesta correcta a una llamada real.
No puedo evitar preguntarme qué sería de nuestros pueblos y ciudades si desapareciera esa presencia del párroco, si desapareciera esa presencia Real de Cristo-Eucaristía, si dejara de resonar su Palabra en nuestros templos. Sería, sin duda, el retroceso de la luz ante la oscuridad.
El anciano Simeón, tomando al Niño Jesús en sus brazos, dijo que “Él es Luz para revelación de las Naciones y gloria de su Pueblo”[2]. Eso es exactamente lo que hacemos los párrocos, cada día, cuando abrimos la pesada puerta de un templo, tocamos las campanas, y delante de esos hijos de Dios ofrecemos el Gran Sacrificio, por los vivos y por los Difuntos.
Un pasaje bíblico que haya sido determinante en tu vida.
San Juan 18,37: “Pilato entonces le dijo: ¿Así que tú eres rey? Jesús respondió: Tú lo has dicho: soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz. 38 Pilato le preguntó: ¿Y qué es la verdad?” [3].
Este diálogo impresionante entre Nuestro Señor Jesucristo y Pilato, siempre me ha sobrecogido. Creo que contiene una carga teológica muy profunda y pone las premisas para unas conclusiones muy fuertes.
Siempre me ha sorprendido, cuando entro en diálogo con una persona, que muy pocos saben qué es la Verdad. De hecho, siempre comienzo mis procesos de catequesis con esta misma pregunta.
Santo Tomás de Aquino, cuyo estudio nunca me cansaré de recomendar, nos dejó una preciosa definición de la Verdad: “adecuación de la inteligencia a la realidad”.[4]
Los sacerdotes no somos seguidores de una filosofía opinable o agentes de una ONG. Somos testigos de la Verdad. Pero no sólo testigos que refieren lo que han visto u oído, sino que hacen presente esa verdad allí donde están.
Desde los mártires de la Iglesia Primitiva hasta los pobres coptos decapitados en Libia por los yihadistas de DAESH, miles de cristianos valientes han sellado con su propia vida, la verdad de la que somos testigos.
[1] Romanos 10:14.
[2] S. Lucas 2:32
[3] S. Juan 18,37
[4] De Veritate, I,1.