ACTUALIDAD DIOCESANA

18/06/2018

Testimonio de Antonio Carreras ante su próxima ordenación sacerdotal

Recuerdo bien la primera enseñanza que me dio mi formador al entrar en el Seminario: “Déjate hacer por el Señor, ten siempre buena voluntad y sé transparente”. Tres indicaciones concisas, dos obvias para cualquier proceso formativo que se tome con un mínimo de exigencia, y una más misteriosa e inquietante, dejarse hacer por el Señor. Ofrecerme al Señor, para que me guarde y me acompañe, y dejarme hacer por Él, porque Él, mucho antes, comenzó la obra buena de mi salvación y será también Él, el que un día la lleve a término. Dejarse hacer por el Señor, para ser desde el primer día un buen seminarista y llegar a ser, si Dios lo quiere, un santo sacerdote, un sacerdote unido siempre a Cristo y a su Iglesia. Eso es lo que pensaba cuando comencé el Seminario y eso es lo que he estado pidiendo al Señor todos estos años: ser el sacerdote que Dios quiere. Y no buscar ser el sacerdote que a mí más me gustaría, o el que más guste y contente a todos.

En el comienzo de mi vida sacerdotal este es el ideal al que aspiro cada día, dejarme hacer según el corazón de Jesús, el buen Pastor. Sin olvidar nunca que el ministerio que se me ha confiado no es algo mío, porque ser sacerdote no es ni un derecho ni una profesión clerical, sino que es un ministerio referido a nuestro Señor Jesucristo y a los hombres. Un servicio que lleva a plenitud mi existencia, configurándome con Cristo Sacerdote en el envío que la Iglesia hace conmigo para que sirva y acompañe a su Pueblo.

“Ser el sacerdote que Dios quiere, es el ideal al que aspiro cada día”

 

Foto: Óscar García.

Hay una frase del comienzo de la exhortación postsinodal de Pastores Davo Vobis que me acompaña desde los años de los estudios de Teología. “¡Permanecer fieles a la gracia recibida! En efecto, el don de Dios no anula la libertad del hombre, sino que la promueve, la desarrolla y la exige”. La gracia de Dios que a los sacerdotes nos alcanza por el sacramento del Orden, como signo real y eficaz de la acción salvadora de Dios en nosotros, lleva a término nuestra vocación y sirve a nuestra santidad. A pesar de las renuncias, de los sacrificios o de los encargos difíciles que nos confíen, Dios actúa en los sacerdotes, respetando siempre nuestra libertad, y nos hace capaces de llegar a ser lo que por nuestras limitaciones o debilidades nunca podríamos alcanzar. Y aunque lo que hagamos parezca a los ojos del mundo, poco, escaso e insignificante, el sacerdocio ministerial, imprescindible en la vida de la Iglesia, se pone siempre al servicio del sacerdocio común de todo bautizado para el desarrollo de su gracia bautismal, sosteniendo y alimentando siempre su vida. Y de este modo, Cristo, sirviéndose de hombres frágiles y limitados, sigue construyendo y conduciendo a su Iglesia.

Estos meses en Alba, en los que he servido como diácono y he celebrado la Palabra en las parroquias y pueblos cercanos, me han hecho tomar conciencia de la gran necesidad que tienen hoy nuestros fieles de muchos lugares para vivir su fe. La falta de sacerdotes es una necesidad real y urgente. Sin sacerdotes en sus comunidades, ellos sienten que no pueden vivir la centralidad de su fe, la eucaristía. Palpar esta necesidad en las gentes de nuestros pueblos, en sus palabras y gestos, es descubrir lo que significa vivir radicalmente el mandato fundamental y fundante de la vida cristiana, como centro de su existencia y de su misión ahora y siempre “id y haced discípulos a todos los pueblos enseñándoles y bautizándoles” y “haced esto en memoria mía”. Es la necesidad apremiante por cumplir el mandato de anunciar su Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo que se entrega por la salvación del mundo. Y aunque haga frío, llueva o haga un calor de espanto, y el cura no vaya y sea un laico o un diácono el que les acompañe, rece la Palabra y ore con ellos, permanecen constantes y fieles celebrando el Día del Señor.

«Ser sacerdote no es ni un derecho ni una profesión clerical, sino que es un ministerio referido a nuestro Señor Jesucristo y a los hombres. Un servicio que lleva a plenitud mi existencia».

 

Este testimonio de fidelidad de estos hombres y mujeres, me ha hecho descubrir y comprender mejor que si el fruto de la vida sacramental es a la vez personal y eclesial, también para el sacerdote su ministerio será para Dios en Cristo y para la Iglesia a la que sirve razón de crecimiento en su testimonio al mundo. Y precisamente porque ni la santidad, ni la vida ministerial parecen cotizar al alza en nuestro mundo, manifestar la santidad del hombre y de la creación, desde el anuncio de la Palabra y desde la presencia real de Cristo en sus sacramentos con el pueblo fiel y santo que custodia la fe de la Iglesia en nuestras tierras, es la mayor encomienda que el Señor puede hacernos hoy a los sacerdotes.

Los cristianos tenemos fe y confianza en la Palabra del Señor, en su promesa en que él nunca nos abandonará y que siempre intercederá por nosotros. Esa promesa es la prenda de mi sí al Señor y la respuesta de mi seguimiento en el Seminario estos años. Con los ojos y el corazón puesto en Jesucristo, el Buen Pastor, me sigo encomendando a vuestras intenciones y oraciones.

Foto: Óscar García
¿Te gustó este artículo? Compártelo
VOLVER
Actualidad Diocesana

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies